Ya había tenido su merecido desahogo en la Copa América 2021 de Brasil. No bien escuchó el silbatazo final del árbitro uruguayo Esteban Ostojich, Lionel Messi se desplomó en un rincón del Maracaná, fue abrazado por sus compañeros y levantó la mirada al cielo de Río de Janeiro, en busca de alguna estrella que le recordara a su abuela Celia.
Había ganado su primer título con la Selección Argentina. Después de contemplar en primera fila tantas coronaciones ajenas, por fin fue vencedor y la emoción le calaba los huesos. Pero, más allá de esa icónica postal de rodillas que fue tatuaje, póster y tapa de diario, nadie lo vio llorar por ser campeón con su país.
Las lágrimas brotaron dos meses más tarde y en el lugar perfecto. Aquella noche fría de principios de septiembre, en un Monumental al tercio de su capacidad por los protocolos anti coronavirus y millones hinchas prendidos a la TV, el N°10 nacional dio cátedra frente a Bolivia en las Eliminatorias y pudo, de una vez por todas, dar la vuelta olímpica ante el clamor de su gente.
En poco más de 90 minutos brilló con un triplete, que valió para quitarle un récord histórico de Pelé (77 goles) y erigirse como el máximo artillero histórico (79) de una selección sudamericana, se besó el escudo y el parche dorado y gambeteó a todo rival que se cruzó en el camino. También estuvo a centímetros de convertir un gol olímpico, de las pocas asignaturas pendientes de su carrera inabarcable, y, como todo rey, el pueblo le rindió pleitesía, no una sino varias veces.
Fue el partido soñado, aunque en las horas posteriores de lo que menos se habló fue de sus proezas con la pelota en los pies. Terminado el encuentro, un triunfo holgado por 3-0 sobre un rival tan respetuoso que no se animó a pasar la mitad de la cancha, Messi se paró frente la cámara de TyC Sports e intentó de poner en palabras todas las emociones acumuladas en el pecho.
“Con mucha ansiedad y muchas ganas de poder disfrutarlo. Esperé mucho tiempo esto. Ganamos el partido que era lo importante, ahora a disfrutar de esto”, comentó, con los ojos vidriosos y el barbijo puesto, mientras de fondo retumbaba el “dale campeón, dale campeón” en las tribunas.
Hasta que el nudo en la garganta no le dejó pasar más la voz y se quebró: “Lo busqué hace mucho esto. Lo soñé y gracias a Dios se me dio. Es un momento único por cómo se dio y dónde se dio. Después de tanto esperar, no había mejor manera que esta. Poder estar hoy acá festejando es increíble. Está mi mamá, mis hermanos en la tribuna, que han sufrido mucho también. Estoy muy feliz”.
Desbordado por la inmensidad del momento y la marea humana que lo rodeaba, Messi no pudo contener las lágrimas, que cristalizaron años de sueños y sacrificios. Hasta ese entonces, una escena jamás vista en la Selección Argentina. La última vez que había llorado en una cancha con la camiseta nacional había sido de dolor y bronca por la final perdida de la Copa América 2016.
Resultados al margen, siempre se caracterizó por contestar hasta la última pregunta de los periodistas. Aquella nota post partido con Ezequiel Fretes, sin embargo, se redujo a un breve instante de silencio y lágrimas porque no hizo falta más: apenas 45 segundos. Con los ojos enrojecidos y la voz entrecortada, dio las gracias y se alejó tímidamente hacia la ronda que habían formado sus compañeros.
Todos saltaban y cantaban. Todos menos él. Inmerso en su propio mundo, seguía lagrimeando como un niño al que le había quitado la pelota por portarse mal. Leandro Paredes y Ángel Di María, fieles laderos, lo rodearon en un abrazo protector, pero el consuelo finalmente lo encontró cuando tuvo la copa entre sus manos. La miró, esbozó una sonrisa y la levantó frente a su pueblo. Había soñado toda la vida con ese momento y creía que, ya con 34 años, no se le iba a dar. Y eso que aún faltaba Qatar...